Del Individuo y el Estado II

es frecuente oír referirse al Estado, a la Hacienda Pública, al sistema sanitario o de enseñanza, en tercera persona, como un ente extraño a nosotros mismos. De esa manera tendemos a proyectar las instituciones públicas fuera de nosotros, sobre todo para lo malo. "Hacienda me pide", "la Seguridad Social me exige" ... y demás demandas frecuentemente insatisfechas que nos sitúan en una trinchera frente al Estado.

¿Por qué consideramos al Estado como un oponente y no como un todo en el que reconocernos a nosotros mismos.
En parte por nuestra falta de cultura democrática. Durante siglos hemos pertenecido al Estado sin posibilidad alguna de mantenernos al margen. No se permite el individualismo, visto como la patria de Juan Palomo, un individuo que no precisa ayuda para guisar y comer y tampoco quiere, ni loco, ofrecer su ayuda al Estado para que la distribuya entre otros individuos.

En parte porque incluso aquellos filántropos convencidos de que entregar su excedente al Estado es la mejor manera de garantizar la convivencia, están convencidos de que el Estado es un pésimo administrador.

Y finalmente porque la lejanía entre el individuo y las instituciones que nos gobiernan es abismal.

Desde luego, mal lo tiene el autodenominado "liberal" si pretende no contribuir al bien común. No hay espacio para los anacoretas en el mundo, un lugar sin estado, salvo la selva primitiva, adonde ningún liberal pretende ir. La mayoría de liberales que conozco son jóvenes de buen nivel económico. La vida no les ha golpeado hasta el punto de necesitar ayuda de sus congéneres, pero, quién sabe, nadie puede asegurar que nunca necesitará ayuda.

Respecto a los defensores de la redistribución de la riqueza como garante de la convivencia, sólo precisan confianza en unas instituciones honradas y bien gestionadas para continuar sintiéndose satisfechos y agradeciendo a Rousseau sus palabras del anterior post.

Finalmente, la democracia, ¡ay, que difícil concepto!. Muchos de los ciudadanos podrían ceder una cuota de su libertad de decidir a cambio de una gestión fuerte e inteligente, pero no nos engañemos: no existen los dictadores u oligarcas buenos. El poder corrompe, si no siempre en lo económico, sí en lo moral. El poder necesita ser renovado y aireado periódicamente y la mejor manera de hacerlo es que todos los ciudadanos participen en la elección de los gobernantes, y aún más, en decisión directa (referéndum) sobre cuestiones morales o de convivencia.

Un estado sustentado en la solidaridad, gobernado con honradez y emanado de la ciudadanía siempre mantendrá vivo el vínculo de pertenencia con el pueblo. Si falla ese vínculo, el pueblo no le prestará su fuerza y sustento y desaparecerá sin remisión.